Las calles en esta ciudad son bellas. Particularmente y a determinadas horas del día, sobretodo por la noche. Ese es el momento en que parecen vacías y desprenden una ligera cualidad de desolación. Por el fraccionamiento en que vivo, hombres y mujeres transitan despreocupada y aleatoriamente, no hay gran afluencia de paseantes, la mayoría de las personas manejamos de un lado a otro en nuestros autos. Dirigirnos a realizar cualquier actividad en ellos, dicen, es debido a una costumbre en contra del calor.
Con la excepción de esas tempranas horas en que inicia el recorrido de la jornada laboral, entre las 4 y las 5 de la mañana, cuando se pueden apreciar adultos jóvenes y mayores que esperan pacientemente por algún taxi que los lleve desde el punto de la calle principal hasta el antiguo centro de la ciudad, que es donde se ubica el cruce fronterizo, la garita internacional.
Sus miradas nunca me han resultado tan decididas. A veces pienso que es una encomienda que deben realizar debido a responsabilidades adquiridas sin una verdadera convicción. Pero es más que evidente que cualquier trabajador en los campos de cultivo de la zona más cercana del valle estadounidense lo hace (como uno de sus principales motivos) para poder sostener con alimento, educación y servicios básicos a un par de boquitas hambrientas. Siempre me he preguntado, en cada ocasión que manejo por dicho rumbo ¿Cuál es la historia de vida de todos esos señores? Debo admitir que lo hago la mayoría de las veces como un acto espontáneo, casi como una costumbre meramente inconsciente que me puede provocar ternura y terror al mismo tiempo. Todos ellos portando sus chamarras de mezclilla desgastada, sus chamarras negras con el logotipo nike en la espalda, sus jeans raidos por los años. Camisetas de franela, gorras sucias, ropa limpia vieja, ropa en mochilas, una bolsa con comida, un cigarrillo barato. Regularmente me resultan atractivos. Los que son muy mayores no tanto, los que se ven muy mugrosos tampoco. Hay un cierto tipo que es mucho más provocador: estatura media entre 1. 70 m y 1. 75, espalda ancha, una panza prominente, barba de 3 días sin afeitar, bigote, mirada oscura, casi perdida en algún pensamiento trivial, o en algún momento significativo del pasado que ya se ha perdido. La mirada congelada del anhelo versus la condición de ser hombre y sus deberes. Su condición de abastecedor, de pragmático, de troublemaker, de cínico y distante. Siempre pienso eso. Los estereotipos. Los clasifico como cualquiera clasifica por ordenamiento social a cualquier cosa dentro de ciertos parámetros. Momentos en donde circunscribimos los ideales, las fantasías, los objetos de deseos oscuros, fijaciones que solo brotan por las noches.
Lo he detenido. Una sonrisa basta para iniciar todo un ritual. En el reino animal, los mamíferos tienen momentos cruciales dentro del cortejo, en donde depende del más mínimo detalle y correcto movimiento, del paso más preciso para conseguir la atracción (dominación) sexual sobre el otro. Qué tan observadores debemos ser para conseguir lo que queremos. Nos volvemos personas hipócritas, maquiavélicas, perversas. Lo sabemos de antemano. Sabemos que va suceder, sabemos cómo, anticipamos los primeros enunciados a salir de la boca del otro. Pero nunca dejamos de lado el factor sorpresa. A los que nos mantienen con vida los actos espontáneos, lo fortuito y lo impredecible, un encuentro casual es el platillo perfecto.
Un saludo. Cuando las miradas se cruzan puede ser devastador. Puede ser como una colisión. Como un par de bisontes luchando, o algo similar al momento en que un espectador observa detenidamente y se enamora de una fotografía de Mapplethorpe. La revelación. Una erección inmediata. Visualizamos que nada será igual a partir de ese instante. De ahí en adelante el corazón se acelera y la respiración impide que alguien articule bien una palabra, sobre todo el que maneja. Sobretodo yo. Se me escapan tres: ¿Quieres un ride? “Si responde que sí, asegúrate que no se vea sospechoso, podría matarte” pienso para mí, con toda la seguridad que podría tener un insecto que intenta pasar por el nido de una tarántula sedienta.
Está encima de mí. Recuerdo haberle observado las manos al momento de subirse al auto. Olía bien. Nada remarcable, no era un olor inusual, solo puedo asegurar que no era algo desagradable. Me da nauseas cuando huele a sudor penetrante, de mucha actividad física mezclada con mala comida y alcohol. Existen personas con humores muy fuertes. Alguien sin haberse bañado en todo un día es perdonable solo si el deseo que inspira es proporcional al hedor. Además, para eso existen las regaderas de los moteles. Como éste en el que nos encontramos. Esas manos me toman los brazos y luego las piernas. Intenta penetrarme. Viene a mi mente un cuadro de Francis Bacon e inmediatamente me pregunto si tal snobismo es equivalente al tamaño del pene que estoy tocando.
Me pregunta si quiero que me la meta y le digo que no, que si gusta, sólo por encimita, por que no me siento con ánimos. Decide entonces levantarse, toma un condón que está en el tocador antiguo a un costado de la cama y justo cuando pienso que turnaremos posiciones o que por lo menos intentaremos alguna otra actividad propia de un motel de paso, ya tiene puesto el látex y me voltea con tal fuerza que de un solo movimiento estoy boca abajo, con la frente golpeando la pared y el culo al aire, apunto de ver su suerte. Me impongo que efectivamente tenía un mal olor, que únicamente se lo perdoné por que era demasiado atractivo, demasiado todo ese conjunto de cosas que pueden volverme loco. Pero solo me estoy mintiendo. Me doy un pretexto. Al final, ninguna de esas cosas importa. No puedo resistirme al sometimiento que me está infligiendo. Inicia de manera tan brusca, tan feroz como un león sobre su leona, pero conforme va cediendo, lo áspero en sus dedos al recorrer mi espalda produce espasmos sobre todo mi cuerpo. Apenas han pasado escasos 2 minutos y vuelvo del trance, me reincorporo y logro sacarlo de mí. Lo golpeo. No tan fuerte como hubiera querido. Me dice algo como “ahora resulta que te vas a quejar, si tú lo pediste”.
“Un perfecto imbécil”, pienso. Llevo dos marcas en el brazo derecho. Aun así respiro hondo y me aseguro que nada haya sido robado. Que el número telefónico que me dio en un trozo de papel manchado no se pierda con el viento, o que importa, total. Estamos satisfechos. Aparentemente. le digo que me la he pasado muy bien, que yo solamente queria llevarlo hasta donde tenía que ir, pero lo que son las cosas. Nada más me sonrie y me comenta que nunca había hecho eso en toda su vida, y que por favor lo disculpara. Estoy casi seguro que ninguno de los dos llegamos al clímax esperado, pero sabemos fingir. Una derrota más. El amor no se gana en un cuarto de 200 pesos. Perdió su jornada, y desconozco si regresará a casa tan pronto lo deje en el lugar donde lo conocí.
Cada quien obtiene lo que se esfuerza en buscar. Nada.
Y sigo pensando en
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